lunes, abril 23, 2018


Felipe II: el mundo no es suficiente

Fue el monarca más poderoso de su tiempo. «En mis dominios nunca se pone el sol», llegó a decir en una ocasión

 

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Quizá los mejores veranos de mi vida los he pasado en San Lorenzo de El Escorial, en los cursos de la Complutense. Aprendí, conocí a personas interesantes, entendí qué es la nostalgia de lo no vivido, me divertí y me enamoré. Cada año visitaba el monasterio y recorría los aposentos reales sumergiéndome en un batiscafo de la historia. En 1998, con motivo del cuarto centenario de la muerte de Felipe II, se organizó en el palacio escurialense una exposición sobre el monarca que me cautivó. El Rey Prudente era una figura que me apasionaba desde que lo estudié en la carrera, y el episodio de la Gran Armada me fascinaba. Cuando terminé de ver la magna exposición, supe que algún día escribiría una novela sobre la Empresa de Inglaterra. Desde aquel momento, la aventura de una cofradía de nazarenos enrolada en la Felicísima Armada comenzó a cocerse en mi cabeza.
Lo mejor de «Elizabeth: la edad de oro» es su protagonista, la bella Cate Blanchett que encarna a Isabel I. Lo peor, Felipe II, que aparece como un hombre de andares zambos, malhablado, una especie de Nosferatu rodeado de una corte fanática. En la película sale una de sus dos hijas, Isabel Clara Eugenia, que tenía veintidós años en 1588 pero que es representada como una niña silenciosa de mirada malvada, al estilo de las películas de terror, que juguetea con una muñeca de Isabel Tudor a la que sólo le falta clavar alfileres para hacerle vudú. La vistosa película reproduce con eficacia la leyenda negra y exalta a Isabel Tudor elevándola al rango de superheroína. Los ingleses no tienen complejos al recrear su historia.
La figura de Carlos V será omnipresente en Felipe II y marcará toda su vida. La formación como príncipe de Felipe II estará condicionada por el carisma paterno y el alto nivel de exigencia como estadista, lo que explica la evolución del carácter del Rey Prudente, pues el hombre vitalista y degustador de ciertos placeres en la juventud se convirtió en la madurez en un ser reservado, desconfiado, con un enorme sentimiento de responsabilidad y con un sentido mesiánico de sí mismo al considerar que era un instrumento para realizar los designios de Dios en la gobernación del mundo. Hay algo hamletiano en el abrumador recuerdo de Felipe II hacia Carlos V, en su obsesión por no defraudar la memoria paterna y en procurar superar al progenitor.


Las mujeres

Felipe II conoció bien a las mujeres. Se casó cuatro veces por razones de estado, tuvo ocho hijos y terminó siendo un viudo que añoraba los sencillos placeres de la vida sin permitirse ninguno, pues su ritmo de trabajo diario era agotador y sus escrúpulos morales numerosos. Su primer matrimonio con María Manuela de Portugal terminó en una gelidez sentimental, y el nacimiento del desgraciado príncipe Carlos fue una inagotable cantera de problemas por la enajenación del muchacho, sus arrebatos coléricos y sus disparatadas conspiraciones contra el padre. El infeliz casorio con María Tudor lo convirtió en Rey consorte de Inglaterra, y durante su breve estancia en dicho país intentó aprender algunas de las costumbres de quienes más tarde serían sus archienemigos. El tercer enlace, con Isabel de Valois, será el más feliz, pues fue a la mujer que más amó, la que le hizo vivir con intensidad y la que le dio dos hijas a las que quiso con pasión: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Tras enviudar se casó con su sobrina Ana de Austria, que le aportará serenidad emocional y le dará cinco hijos de los cuales sobrevivirá uno, Felipe, que heredará el trono.
Me interesaba escribir sobre un hombre que en su juventud fue un Príncipe apuesto, rubio y de ojos azules al que le gustaba bailar y cazar, pero que en la vejez, tras tantas muertes familiares, aquejado por las enfermedades y con la losa del recuerdo del padre, se convirtió en un Rey que pensaba que el providencialismo solucionaría los problemas de un imperio que condujo a España al cénit de la gloria mundial al ser indiscutible su primacía política, económica (a pesar de las bancarrotas), militar y cultural.
La incorporación de Portugal a la Monarquía Hispánica en 1580 supuso un momento capital del reinado de Felipe II al llegar el imperio a su máxima expansión. El monarca, cuando visitaba Lisboa, se comportaba según las costumbres lusas, y respetó las leyes del país, modernizó su Hacienda y permitió que los avispados mercaderes portugueses comerciasen con América aunque los españoles no tuviesen como contrapartida hacerlo con Brasil. Hay una evolución en los lemas de tres reinados que me gusta sobremanera. El de los Reyes Católicos era Non plus ultra, No más allá. El de Carlos V, Plus ultra, Más allá (América, claro). Y el de Felipe II, tras anexionar Portugal, Non sufficit orbis, El mundo no es suficiente. Genial. Parece el título de una película de James Bond. De aquella etapa de hermandad ibérica viene la españolidad de Ceuta. La ciudad, que en el siglo XV era una plaza portuguesa, al firmarse en 1668 el Tratado de Lisboa que ponía fin a la guerra de emancipación del país vecino, eligió seguir formando parte de España.
El cosmopolitismo lisboeta y la ambición mundial del monarca suponían otro aliciente para novelar los preparativos de la Gran Armada en la capital portuguesa, su partida y las ilusiones que se hacía el Rey acerca de la invasión de Inglaterra.
No existe otro monarca que haya absorbido tanta atención por parte de los hispanistas. Los años lo convirtieron en un funcionario obsesionado con revisar todos los papeles del Imperio y, aunque no rehuía a la gente, prefería estar solo en su despacho del Alcázar de Madrid o de El Escorial supervisando memoriales y cartas. Lento para decidirse, tenía una mente laberíntica, era reacio a delegar y cuando tomaba una decisión se mostraba inflexible para cambiarla. No era un fanático religioso pero sí se transformó en un hombre de acrecentada religiosidad que atesoraba reliquias como quien colecciona un museo de santidad. Eligió Madrid como capital y convirtió El Escorial en el centro político del planeta, llegando hasta el palacio monacal los informes de la mejor red de espías que haya existido hasta la Guerra Fría. Se me hacía irresistible no escribir acerca de estos agentes secretos al servicio de Su Majestad.
Fue un hombre culto, un fomentador de universidades en América y un promotor de la arquitectura que concibió El Escorial a su imagen y semejanza, pues en él se fusionaba la idea de servicio a Dios a través de la política. Y equipó el monasterio con una moderna farmacia y con una excepcional biblioteca. El propio Rey era un fervoroso lector de historia, y lo imaginé consultando legajos y documentos paseando por la biblioteca, mientras la luz de la sierra del Guadarrama penetraba por los ventanales.

Lepanto y Flandes

Lepanto fue una victoria táctica y estratégica porque frenó el poderío otomano durante una larga etapa e hizo del Mediterráneo un mar menos favorable para los piratas. El español era la lengua de la diplomacia y la que aprendían las élites europeas. El Rey promovió como funcionarios a los licenciados en Leyes, eligió a consejeros capaces y modernizó la administración. No tenía carisma pero era trabajador, sosegado y su presencia imponía. San Quintín confirmó la primacía militar sobre Francia y la continuación de las apabullantes victorias de los tercios, cuyas picas y arcabuces no tenían rival en Europa. Pero, ay, estaba Flandes…
Flandes fue la úlcera del imperio, un estúpido conflicto bélico que desangró al ejército y colapsó la hacienda. La obcecación del Rey en sostener la guerra para imponer el catolicismo por las armas en aquellos estados impidió invertir las ganancias americanas en asuntos de más provecho. Y contribuyó a elaborar el plan para la invasión de Inglaterra.
La aventura de la Felicísima Armada no fue descabellada. Se preparó en Lisboa una escuadra poderosa y los tercios de Flandes comandados por Alejandro Farnesio eran una infantería invencible. Pero el mesianismo del Rey pasó por alto solventar un asunto primordial: de qué manera iban a embarcar los tercios en aguas poco profundas. Si los tercios hubiesen desembarcado en Inglaterra la habrían conquistado en una campaña relámpago. Hoy sería la primera blitzkrieg y una operación anfibia precedente del desembarco de Normandía, y los historiadores considerarían a Felipe II como un genio militar.
Los ingleses, excelentes publicistas de sí mismos, en el invierno de 1588, denominaron a la flota hispana la Armada Invencible no como escarnio, sino para enfatizar su victoria.
Mi pasión por la historia y mi ligazón vital con El Escorial hicieron que escribiera una novela en la que uno de los protagonistas es el Rey de un Imperio en el que no se ponía el sol, el monarca que les encarga a unos cofrades idealistas que colaboren en el plan de la Gran Armada enviándolos a Irlanda. Y cumplieron.